Tengo recuerdos de ser muy pequeña y sentir una gran curiosidad por lo que encontraba o observaba en mi entorno. De ver alguna cosa que no conocía o no entendía y sentir una gran fuerza hacia hacerlo. Siempre me ha gustado aprender cosas y con el tiempo he aprendido a que no puedo aprenderlo todo. Sino, aparte de que no puedo abarcarlo todo, la cosa pierde un poco la gracia. Con poner en práctica esta observación, fui desarrollando una alta sensibilidad a pequeños cambios que sucedían a mi alrededor, fijándome en detalles, formas, sonidos y cosas y sintiendo una gran fascinación e interés al encontrarlas.
También, siempre me he sentido muy cercana a la naturaleza, sobre todo en la montaña. Crecí pasando mucho tiempo allí gracias a mis padres y por ello también fui cercana a ciertas especies tanto animales como vegetales e incluso rocas, a sus huellas, sonidos, colores y olores. Para mí, volver a la montaña es mantener a esta niña presente.
Sinceramente, vivir en Barcelona me abruma a menudo. Los ritmos, el ruido, la cantidad de gente de un lado a otro… Pero supongo que todos hacemos un poco lo mismo. Me veo haciendo mil cosas en un mismo día, de arriba a abajo, cargada de cosas, un poco aislada en mi burbuja para ser capaz de pasar el día atenuando su carga. A todo esto, me siento alejada de la gente y los espacios que me rodean, de los lugares en los que habito. Y sé que es un sentimiento generalizado. A veces pienso que esa fascinación que he sentido por observar lo que me rodea se ha ido, que quizá es de otra época. Pero siempre vuelve en otros lugares.
Entonces, supongo que tan solo se esconde en algunos momentos para protegerse de un lugar que puede ser hostil. Para darle un espacio seguro, necesitamos construir uno que lo sea. Hay una necesidad en la sociedad contemporánea de acercamiento, de cura, de responsabilidad y conciencia para cuidarnos, para ser curiosos, para interesarnos y para fascinarse. No solo entre humanos, sino también más allá.